miércoles, 21 de enero de 2009

Capítulo 1. Caballo de Troya

En ocasiones, las últimas horas de un sábado pueden suponer un principio y no un final. Como muchas otras cosas en esta vida todo depende del momento, del lugar y, sobre todo, de la persona que las vive. De ahí que el ocaso de un día se vista de matices diferentes según los ojos que lo miran.

Cuando comenzaban a perderse los últimos rayos del sol anaranjado de la tarde, Jonás llegaba a casa. Después de un intenso turno de siete horas como camarero en una tetería, el cansancio se hacía notar. Pero este cansancio sólo formaba parte de él los fines de semana, pues el resto de la semana estudiaba en la Universidad de Málaga quinto de Psicología, su verdadera vocación. Gracias a la beca que le concedían, a su pequeño sueldo y a la ayuda de su madre, lograba llevar una buena vida. Por eso, a pesar de su modesta situación económica, la ilusión que sentía por su carrera era la misma que cuando pisó Málaga por primera vez tiempo atrás. Y es que Jonás es un sevillano de veintiún años que para conseguir su sueño, tuvo que dejar atrás a familia y amigos en Dos Hermanas, su localidad natal.

El reloj marcaba las nueve y media cuando Jonás comenzaba a preparar la cena, ya que quería tener el estómago lleno para la juerga que se iba a correr esa noche. Entre sartenes y demás... el teléfono sonaba. Era Ricardo, un chico de 20 años, amigo de la facultad que había conocido un año antes, y que le confirmaba la hora y el punto de reunión de la pandilla. Entre carcajadas, Jonás seguía haciendo a duras penas su tortilla, pues las bromas de Ricardo lo distraían. Al cabo de un rato, finalizó la llamada y en su cara se perfiló una sonrisa que le hacía pensar: ¡La que me espera!

Mientras servía la cena, pequeños recuerdos afloraban en su memoria. Aún recuerda como si hubiese sido ayer el día en que conoció a Ricardo. Era principios de julio y Jonás se acercaba nervioso y asustado al tablón de notas para conocer el resultado del examen de la única asignatura que se le había atravesado en segundo de carrera. Cuando se plantó delante de aquellas vitrinas pronto se vio rodeado de otros alumnos. Centró su mirada en la lista y, haciendo una lectura somera y acelerada de los números de DNI de los alumnos presentados, localizó el suyo. Escurriéndose entre la gente, logró acercarse y posó su dedo sobre el cristal a la altura de su DNI. Poco a poco comenzó a recorrer el cristal con su dedo buscando la nota cuando, de repente, otra mano se atravesó en su camino realizando la misma operación. Por un segundo sus dedos se pararon mientras sus miradas se cruzaban, y es que aquella extraña coincidencia había calado en ambos como un pálpito. Enseguida, recondujeron su atención y prosiguieron hasta alcanzar su nota. Ambos habían sacado la misma nota, un sobresaliente, y la alegría que les embargó en ese momento era demasiada como para reprimirla y ambos se fundieron en un abrazo lleno de emoción. Cuando habían descargado toda la adrenalina generada se serenaron y se presentaron. Entre tanto intercambiaban impresiones sobre las preguntas del examen, el tiempo de estudio que le habían dedicado, el carácter de la asignatura… y sin darse apenas cuenta se encontraban en la cafetería de la facultad tomando un refresco y conociéndose mejor. Así fue como Jonás supo que Ricardo era un malagueño de 19 años perteneciente a una familia adinerada, que estaba estudiando Psicología por el simple hecho de romper la larga tradición de una saga de importantes abogados y jueces.

Se acercaban las diez y media mientras Jonás recogía los restos de la cena y planeaba todo lo que le quedaba por hacer hasta la hora de irse. Desde el dormitorio y mientras preparaba la ropa para salir, veía el avance del programa Dolce Vita. Normalmente no solía ver la tele, pero siempre hay un hueco para esos programas ‘tontos’ del corazón que nadie puede negar haber visto al menos una vez en su vida. Su mirada se perdía dentro del armario como si buscase una aguja en un pajar. Difícilmente lograba contentarse con alguno de los modelitos que le venían a la mente y por eso mareaba las perchas de un lado a otro. "Tampoco voy a una boda" - se decía así mismo, pero algo en su interior le hacia pensar que esa noche tenía que ser especial ya que había pasado unos días chungos y se planteaba que ya era hora de disfrutar de días mejores.

Al cabo de media hora, ya sabía que iba a ponerse y corría hacia el cuarto de baño mientras arrastraba el albornoz. Se desnudó y abrió el grifo de la ducha, sumergiéndose bajo el chorro de agua rápidamente para no llegar tarde a la cita con sus amigos. Como a muchas personas, a Jonás le gustaba cantar mientras se duchaba y mientras se enjabonaba tarareaba el estribillo de una canción de Eurovisión. Sin atinar a pronunciar correctamente algunas de las palabras de la canción, se aventuraba a dominar el serbocroata. Aun así, no conocer la letra no le impedía hacer de la ducha una pequeña fiesta, preámbulo de lo que pretendía disfrutar aquella noche.

Salió de la ducha sin haberse secado bien y mientras las gotas de agua se deslizaban sobre su piel bien cuidada, hacía malabares con la gomina y su pelo, logrando en un momento un peinado moderno y casual. Se roció con su desodorante. A toda prisa y sin descanso, salió disparado del baño con la ropa sucia en las manos y mientras pasaba por el salón en dirección a su habitación topó con una chica lamentándose en el plató de Dolce Vita. A Jonás la curiosidad le pudo más que el apresurarse para no llegar tarde por lo que frenó en seco y, poco a poco, se fue acercando a la televisión. Siempre había pensado que las lágrimas de los famosos en televisión eran más que las de cocodrilo, pero sentía curiosidad por conocer la historia. Se quedó parado con la mirada fija y con la mano derecha acariciando las puntas de su pelo engominado, mientras sostenía la ropa sucia contra su pecho. A medida que se iba sintiendo emocionado por la historia, daba pequeños pasos atrás tanteando el suelo para dar con la pierna en la mesa baja del salón. Por un momento, se sentó absorto ignorando que el tiempo se le iba consumiendo y que, si ya tenía prisa, tras el tiempo perdido tendría más prisa aún. De repente, el presentador anunció la publicidad y Jonás sobresaltado se dio cuenta de que eran las once y media, exclamando: ¡Joder, llegaré tarde!

Una vez vestido, comenzó a guardarse en los bolsillos todo lo que iba a necesitar y que previamente había colocado sobre el escritorio de su habitación: el dinero, las llaves, el paquete de pañuelos, el teléfono móvil y ¡listo!

Salía hacia el salón cuando al pasar por delante del espejo que había colgado en el pasillo, se detuvo a darse el último repaso estético. Mientras su mirada se sumergía en si mismo a través del cristal, contemplaba cada detalle detenidamente. Se miraba inconformista, repasando el peinado, la ropa, los zapatos… y, a pesar de todo, no se terminaba de ver bien. Pero cogió aire y se dijo: ¡Hoy ligas seguro!

Se dirigió presto hacia la puerta. Bajó las escaleras a una velocidad exagerada, atravesó el portal como un rayo y mientras aceleraba el paso por la acera escuchando el sonido de sus zapatos al golpear el suelo iba concentrándose en no hacer ningún gesto que pudiera hacer ver que era gay. Se obsesionaba por no aparentar tener ‘pluma’ ya que pensaba que sus vecinos no lo verían bien y prefería salvaguardar su intimidad para no ser la comidilla del bloque.

Cuando en el reloj de Jonás las agujas marcaban las doce y diez, su móvil comenzó a sonar varias veces de forma intermitente. Sus amigos llevaban rato esperándole y la desesperación era patente. Jonás sabía que pretendían meterle prisa haciéndole repetidas llamadas perdidas, pero lo único que podía hacer él era acelerar el paso un poco más.

Al rato, Jonás divisaba el punto de encuentro y podía intuir la silueta de sus amigos esperándole en la marquesina del bus que les llevaría hasta Torremolinos. Cuando estaba a escasos metros de ellos, comenzó a recibir las primeras quejas de Ricardo y, como si no le estuviese hablando nadie, daba las ‘buenas noches’ y plantaba dos besos tanto a Ricardo como a su otro amigo, Miguel. Miguel era compañero de clase de Ricardo, aunque algo mayor. Tenía 26 años recién cumplidos y, tras varios intentos fallidos, comenzó a estudiar psicología. Jonás se lo presentó a Ricardo poco después de conocerle. Haciendo algo de memoria, recordaba el día en que tropezó con Miguel. Era septiembre, días antes de comenzar las clases y cuando aún la ciudad disfrutaba de un calor abrasador. Jonás corría ligero en el polideportivo de Carranque obsesionado por conseguir uno de esos cuerpos que tanto anhelaba. Fue tanto el esfuerzo que hizo que cayó al suelo con un golpe de calor. Por suerte, Miguel andaba cerca y acudió en su ayuda. Lo acompañó al hospital hasta que despertó y allí estuvieron charlando un rato. Jonás quiso agradecérselo invitándolo a tomar un café otro día y con ese intercambio de teléfonos comenzó una bonita amistad llena de coincidencias.

A pesar de la tardanza, en la cara de Miguel y Ricardo se esbozaron dos amplias sonrisas al encontrarse con su amigo. Se deshicieron en besos y abrazos calurosos. Eran una triada bastante unida y se notaba el cariño que se tenían. Esperaban el bus de las doce y diez con destino: Torremolinos.

Sería una noche de sábado en ambiente y todos tenían muchas ganas de marcha. Miguel pasaba una de las bolsas de las bebidas del botellón a Jonás, para repartirse el peso. Mientras acortaban la espera se halagaban por lo guapos que iban unos y otros. Entre risas y comentarios irónicos, Jonás sacaba de su bolsillo unas monedas, preparando el euro con veinte que valía su particular “viaje a la felicidad”. Al poco rato alzó la vista y vio como se aproximaba el bus, con cinco minutos de retraso y lleno de gente a más no poder: sería un viaje caluroso.

Los viajes en bus siempre les parecieron muy curiosos. A veces, Jonás se sentía como si saliera de su mente para volar hacia las conversaciones de los demás y sentirse como un espectador más. Le resultaba muy curioso que gente tan diversa viajasen juntos en un mismo sitio y con destinos similares. Los primeros comentarios acerca de los chicos se sucedían en un intento de ser discretos, pero mezclados con risas y miradas furtivas. Siempre había algún chico guapo a quien adular y con el que soñar toda una vida junto a él, pero solo eso: soñar. Entre los comentarios también cabía algún certamen de belleza, como el Quincorro Más Hortera de la Noche. Por suerte o por desgracia, el bus también iba a Benalmádena, cuna heterosexual del típico ejemplar malagüeño. Dentro de los galardones que el grupo otorgaba a los viajeros de ese autobús se encontraban:

- Camisa más extravagante de la noche.
- Merdellón más cargado de oro.
- Peinado más engominado y aberrante.
- Zapatos blancos más horteras.
- Y por supuesto, pantalón más ajustado, a punto de estallar.

Sin darse apenas cuenta, se encontraban entrando ya en Torremolinos y se dirigían hacia la puerta de salida. Una vez pasado el ‘Noche y Día’, punto de encuentro de mucha gente, pulsaban el botón de próxima parada. La bajada del bus en la discoteca Passion se consideraba el comienzo de una gran noche y se asemejaba a la gran alfombra roja que llevaba hacia la entrega de premios de los Óscar. Mientras que comentaban lo que esperaban de la noche, Jonás se concentraba en lo que le contaban y mantenía una sonrisa de felicidad por estar con sus amigos. Pensaba que con lo diferente que era de sus amigos, cómo era posible que tuvieran tantas cosas en común.

Cruzar La Nogalera era siempre como una salida a escena, donde se cruzaban las miradas de los actores, los técnicos y el público. Era como un universo paralelo, en el que había miradas bellas como cometas y otras asesinas como meteoritos. Sin duda, se trataba del “Paseillo de los toteros”, donde Jonás se sentía seguro y a la vez temeroso. Nunca la noche fue de colores, solía pensar. Una vez en la Uve, empezaron a servirse sus bebidas y entre vasos y botellas comenzaban a saludar a los conocidos: esos a los cuales te encuentras los fines de semana y con los que charlas un rato entre cubata y cubata.

Esa noche Jonás estaba disperso, más de lo habitual. Algo intuiría, pero no sabía qué cosa. Pasando inadvertido alzó su vista al frente y divisó algo que le frenó su respiración, forzó su sonrisa y detuvo su mirada. Su nerviosismo iba en aumento. Alguien se acercaba a él como un misil hacia su objetivo. Poco a poco el ruido ambiente se iba ensordeciendo y los latidos de su corazón retumbaban como tambores. La serenidad de Jonás se estaba viendo desmoronada ante la ingenuidad de sus amigos, que no se daban cuenta. Su diana visual se acercaba lenta e incesante hacia él, cada vez más y más cerca. ‘No, no, no puede ser’ – se decía Jonás así mismo. De repente, un escalofrió recorrió su cuerpo y sintió una energía fuerte pasar a su lado. Era algo potente y grande, algo con energía, aparentemente inofensivo pero lleno de chispas. Como un caballo de Troya, mitad inocencia, mitad bomba. A los pocos segundos, mientras se alejaba, empezó a recobrar el aliento y a volver a escuchar el ruido de La Nogalera. Se giró con cautela y observó como a varios metros se encontraba Fernando, su Fernando, su imposible. Fernando era un chico de 29 años, licenciado en Veterinaria y que poseía su propia clínica, al que Jonás siempre vio como una joya en un escaparate. Algo que te detienes a mirar, pero que ni siquiera miras el precio porque sabes que no la puedes conseguir. Era casi platónico lo que sentía por él. Lo poco que sabía de él era lo que se rumoreaba por Torremolinos y lo que su amigo Alejandro le había contado.

Precisamente, Fernando estaba terminando de saludar a Alejandro. Mientras su amigo se acercaba al grupo y el recuerdo de Fernando se esfumaba, Jonás empezaba a sonreír cuando le pareció ver algo al fondo que se parecía mucho a un cruce de miradas con Fernando.

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